LOCURA

Caminando cerca del estanque, me paré a contemplar las tranquilas aguas de una noche de noviembre.
Estuve mirando largo rato el verde claro de los focos sumergidos, al mismo tiempo que me dejaba adormilar por el suave murmullo del chorro del agua. Entonces, oí que algo se movía entre los arbustos.
Pensé que sería un roedor, o un gato buscando algún desperdicio, cuando allí le vi. Era un hombrecillo de unos siete centímetros de altura, quizás algo más por el gorro en forma de cono que llevaba; su cuerpo era rechoncho; la cara redonda y burlona bajo unas espesas cejas marrones; y su mirada revelaba que era alguien inteligente. Vestía un elegante conjunto de blusa azul brillante y unos pantalones rojos sujetos por un cinturón de hebilla ancha. Lo que más me sorprendió fue el calzado, unos pequeños botines negros de tacón alto relucientes que, a todas luces, estaban hechos a mano, pero resistentes, como las cosas hechas de productos naturales.
El pequeño se dio cuenta que le estaba observando, y salió corriendo, bordeando el estanque, en dirección del otro grupo de setos.
"Salta la valla, corre tras él", me dije. Y eso fue lo que hice. Corrí hasta el último lugar donde le había visto. Comencé a buscar; removí hojas, ramas, y maleza. No encontré nada. Escarbe con pies en el matorral. Ni rastro. Me decidí a arrancar las raíces con mis manos, y lo encontré. Una pequeñita puerta de madera labrada con la maestría de un artesano.
Estaba a punto de tocarla con las yemas de mis dedos, cuando alguien me gritó:"¡Tú!, ¿Qué haces ahí?". Era el guarda de seguridad. Saltó la misma valla que yo había saltado y se abalanzó sobre mi bruscamente. "Menudo destrozo has hecho desgraciao. Te va a caer un paquete que te vas a cagar".
Fue en ese instante cuando el guarda me cogió del brazo y me dirigió hacia su caseta.
Antes me dio tiempo a mirar hacia atrás, y ver que el pequeño cabroncete me miraba descojonado de la risa, al mismo tiempo que se despedía de mi agarrándose con su diminuta manita sus genitales.